POR DEBAJO DEL MANTEL

Por: Carolina P. Méndez




Llegué del colegio cuando eran las 3 de la tarde y mi abuelo me recibió con una bonita imagen: él sentado afuera de la casa junto al antejardín, llevaba en su boca un tabaco, casi a medio esfumarse y en sus manos llevaba un libro de pasta no muy gruesa, pero con las hojas un poco resquebrajadas, como si el libro guardara más años que él. Recuerdo que la tinta con la que estaba escrito el libro, era oscura y aún parecía estar muy viva. 

- ¿Qué lees?- Pregunto tímidamente, sin querer desconcentrarlo
- ¡Un libro en latín! - responde el abuelo.
- ¿Y qué dice?- Vuelo a preguntar inquieta.
- No sé. << Pero suena, ¡uhm!, delicioso>>. Pensó.
Desde ese momento entendí, que la literatura era tan similar a la comida, ambas se encontraban en la palabra arte, con sabores, tonos, y formas que podían describir perfectamente a cualquiera de las dos formas de expresión estética.


La anterior escena cargada de sinestesia, me transporta a mis tiempos de infancia y mi estadía por la casa de mis abuelos; en donde comer era sinónimo de diversión, de dedos empegotados con algodones de azúcar, con olor a ferias y a domingos astrománticos.

ardían en la lengua, los barriletes y su fascinante olor a chicle, el arroz soplado color rosa, las cremas en leche de todos los sabores a 200 pesos, el minisigüi y el cofio, que fácilmente se prepara una tarde después de llegar del colegio, para venderlo al otro día a tus compañeros de clase, todo esto y muchas más golosinas, era un parque de diversión, que alimentaba el alma de niño para nunca crecer y seguir enamorado de pequeñas felicidades para nunca perder la capacidad de asombro.

Con el tiempo disminuí tantos azúcares, para concentrarme en la única comida preparada con amor verdadero, hecha en casa, saludable con ingredientes naturales, y si el plato lo amerita, en leña, esencia a campo y sabiduría.
Salía corriendo del cuarto cada vez que escuchaba la ronca voz de la abuela, llamando a sentarnos en la mesa, porque la comida ya estaba servida. La verdad dudo que fuera comida, toda esa parafernalia de detalles adscritos a la mesa, más bien llamémosle, manjares suculentos, con secretos que se conservaban de varias generaciones. La mesa servida a pocos pasos de mi, tenía olores muy nítidos, apenas tomaba asiento, reafirmaba la posición y el orden entre cada uno de los alimentos, era perfecta. Todo se compenetraba y se comunicaba con todo. Las abuelas preparaban alimentos contemplativos, con el fin que los que estábamos sentados en la mesa, tomáramos unos segundos observando el plato, mientras nuestro apetito terminaba de ebullir.
Sabía que mis codos no ponían ir sobre la mesa, al igual que no debía cruzar las piernas mientras estaba sentada allí. Era casi un ritual consagrado, primero se asumía una actitud contemplativa con el alimento y luego se consumía con un fin de placer
orgánico.
Para las abuelas cocinar es un arte dispendioso, en donde existe la variable tiempo. Mi abuela se levantaba desde temprano a comenzar parte de lo que iba a ser el almuerzo del día, pues para ellas son muy importantes los tiempos de cocción y por supuesto la sazón o guiso con sello propio.
Cuando la abuela me preparaba el desayuno, muy temprano antes de irme para el colegio, ella me levantaba con anterioridad, para que pudiera disfrutarlo; primero antes de tomar el baño, bebía una taza de chocolate caliente, que me daba energías para comenzar mi jornada. Luego me preparaba unas mermeladas caseras como la de melocotón, la de moras e higos para que las comiera con galletas. Y antes de salir para el colegio tomaba un jugo de naranja, recién exprimido por el abuelo, con un poco de miel. La miel era el último sabor que me quedaba en mis papilas gustativas antes de subirme al transporte escolar, es decir viajaba al colegio con miles de momentos desde la ventana del carro.

El almuerzo hogareño, hecho por la abuela, me alejaban de ese parque de diversiones, de dulces procesados cargados de aditivos, para llevar a mi paladar a gustos y sensaciones aprendidas. Como siempre esperaba que mi abuela me sorprendiera con platos como, cremas y tortillas de chócolo, torta de atún y verduras al baño maría, pescados y carnes marinadas con hierbas de la pequeña huerta, ropa vieja, sancocho de gallina, mondongo con banano y aguacate, lentejas rancheras, frijoles y caraotas. El parque de diversiones pasa a ser una feria de sabores caseros irrepetibles, porque cada vez el plato adquiere un sabor o sensación nueva, hecho que hace más provocativo el momento de probar la sazón de casa.
Ahora a mis 22 años de edad, comprendo el vínculo que uno puede crear entorno a la comida.
Por ejemplo, en mi caso, la comida pasó de poseer una necesidad biológica y alimenticia, para convertirse en una necesidad lingüística, en donde se crea un código propio con ella. Recuerdo cuando la comida comenzó a ser parte de mi relación sentimental, uniendo lazos íntimos entre mi pareja y yo. Y fue aquí cuando mi percepción sobre este tema cambia de sabor un poco. Sigue la sinestesia presente pero sumada a un efecto placebo, en donde todos los sentidos están compenetrados al mismo tiempo para elevar el goce y placer estético, que al mismo tiempo te transporta a otros tiempos, realidades, imaginarios; sin necesidad de estar allí presente, estoy siendo alimentada por esteticismos mágicos, capaces de estimular y activar mi mente de forma tridimensional. Por esto se habla del mundo de lo sensible, en donde existen los sentidos innobles, que mantienen una proximidad con la materia, en este caso el alimento, que al activar el gusto, el sujeto es consumido por el placer de una manera envolvente.
“De la ciega voluntad de apareo, por ejemplo, hace el dulce y selectivo amor erótico. De la obligación bestial de nutrirse hace el exigente arte gastronómico” 1
La finalidad de cocinar cambia cuando lo haces con tu pareja, pues el objetivo ya es sorprender con nuevos platos, combinar varias recetas, fusionar otros sabores, experimentar con texturas y formas, buscando incitar la líbido gustativa de tu pareja, porque ya se vuelve un lazo más íntimo, más fuerte. También en pareja, se llega a ser “culinarios” mediáticos, pues somos personas muy visuales y nos gusta terminar el círculo comunicativo en las redes sociales, luciendo el plato con una estética apetitosa.
Cuando salgo a caminar por las noches las calles de Medellín, recorro toda la avenida de la playa y mi percepción sobre la comida también cambia, es en este momento cuando pienso que la comida también mantiene un vínculo semántico y descriptivo, con el espacio, los colores, las formas y sabores, que recrean cada alimento, con su historia y bagaje por cada cultura. Medellín también tiene su museo de arte y comida, el centro de la ciudad, es un pasaje netamente estético, visual, en el que prevalece sentidos gustativos y olfativos, que llevan a experimentar las texturas, los sabores mixtos, y la composición del color en su máxima expresión. Son las calles los escenarios que propician el arte de la comida de esta cultura. Un híbrido entre la magia de los sabores de la calle (gastronomía popular) y el goce estético como experiencia sensitiva.
1 Hugo Hiriart. Divagaciones gastronómicas.

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